Séptimo viaje: Birmania

El suelo de mármol, recalentado por el sol de mediodía, quemaba las plantas de nuestros pies y nos obligaba a caminar dando saltitos, evitando las losetas de color negro, especialmente tórridas. Estábamos paseando alrededor de la Pagoda principal de Yangún, la otrora capital de Birmania y no podíamos sino admirar su silueta dorada, que se elevaba hacia el cielo como un ente vivo.

De esa primera visita, aprendimos a acudir a la Pagoda durante las horas del amanecer y del atardecer, tal como hacen los locales. No había momento más delicioso en el día que esas visitas, en las que nos entregábamos a su magia y a la contemplación de la intrincada vida local, en plena ebullición.

Nos dejábamos arrastrar por la marea de peregrinos o contemplábamos a un grupito de monjas cantando sus oraciones, con sus cabezas rapadas y sus hábitos rosa. Mirábamos a los cuervos robando las ofrendas de fruta depositadas por los fieles, o evitábamos con cuidado el paso tranquilo de un enorme escorpión negro. Nos uníamos a los peregrinos que tocaban las campanas, o mirábamos las tiendecitas de finísimas láminas de oro, que los lugareños utilizan para ir añadiendo lustre a la Pagoda y a sus estatuas… un mosaico de experiencias que íbamos entretejiendo con las visitas a las numerosas tiendecitas que inevitablemente rodean cualquier lugar de culto en Asia.

En nuestra primera visita a este país, nos cautivó de inmediato la calidez y tranquilidad de las personas. El embargo internacional que el país estaba experimentando desde décadas se notaba claramente en la ausencia de tecnología, en los modelos de los coches, destartalados más allá de lo imaginable, en el ritmo pausado de la vida y en la escasez de turistas por las calles.

Con el paso de los años y el final del embargo, en nuestras visitas a la Pagoda nos hemos asombrado al ver a los peregrinos caminar con una tablet en la mano o a jóvenes monjes haciéndonos fotos con sus móviles. La apertura también ha traído a muchos turistas.

Sin embargo, estos nuevos aires de modernidad no han parecido afectar el sosiego de los birmanos. De momento. Mientras, en nuestro sencillo hotelito de madera, el jardinero sigue repasando el césped con unas tijeras de costura, como si de un modisto eliminando hilos sueltos se tratara.

En nuestras escapadas a los pueblecitos de las zonas rurales, encontramos artesanía de laca, madera labrada y pequeña orfebrería, en un mundo con un ritmo paralelo al nuestro, con imágenes que parecían láminas de un libro antiguo: agricultores labrando con bueyes, pagodas emergiendo entre la vegetación, escaleras interminables ascendiendo hasta un templo construido en un lugar imposible de la montaña…

Los repetidos viajes a Birmania nos han enseñado el placer de las cosas hechas con calma y a buscar lo bueno de antes, adaptándolo al mundo de hoy. Por eso nuestras prendas están confeccionadas con esmero, en cada puntada. Defendemos el buen hacer, porque lo que se hace bien dura para siempre.